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  • Foto del escritorAlberto Granero Leonardo

LA HUIDA


Marco vivía en la última casa al final del camino. Aunque estaba bastante alejado del pueblo, eso no le importaba mucho porque, a cambio, su casa se hallaba al pie de la montaña, rodeada de árboles. Era un lugar tranquilo e idílico, donde Marco se sentía a gusto.


Hacía ya mucho tiempo que Marco vivía solo en aquella casa. Al principio no echó en falta la compañía de otras personas; pero según pasaba el tiempo la soledad pesaba más en él y el deseo de tener alguien con quien hablar era mayor. Su único remedio era acercarse al pueblo con algún pretexto como comprar víveres o recoger el correo.


Un día, Marco estaba recogiendo leña en el monte cuando oyó una voz que venía de un lugar entre los árboles. La voz parecía de alguien en apuros, así que Marco acudió en su ayuda. Se quedó sorprendido al encontrar en el suelo una preciosa mujer que intentaba en vano levantarse. Parecía que sufría algún percance en la pierna que le impedía moverse.


-¿Necesita ayuda, señorita? –dijo Marco y se acercó lentamente para no asustarla.


La joven tenía el pelo largo y negro como una noche infinita, vestía ropas de color verde y se cubría con una capa parda. Sorprendida, miró a Marco desde unos ojos grandes de color esmeralda. Marco contempló esos ojos y tuvo la sensación de asomarse a un profundo y misterioso estanque.


-Tengo la pierna izquierda herida. Creo que no puedo andar –contestó la joven con un gesto de dolor.


-No temas, deja que te ayude.


Marco descubrió cuidadosamente la pierna de la joven cubierta de sangre. Tenía una profunda incisión que recorría la parte exterior del muslo. Marco limpió la herida y con gran habilidad la curó y vendó.


-La herida tardará en cerrar. Yo vivo aquí mismo, en aquella casa. ¿Por qué no vienes conmigo, así no puedes ir muy lejos? –dijo Marco.


-No sé si puedo aceptar tu oferta… -dudaba la joven.


-Mi nombre es Marco, y puedes confiar en mí. Te daré de comer y te cuidaré hasta que puedas andar. Sólo quiero ayudarte –dijo Marco y le tendió la mano mientras esbozaba una franca sonrisa.


-Me llamo Vanesa –dijo la joven-, así como estoy, creo que no tengo más remedio que aceptar tu oferta. Tendrás que ayudarme a levantarme.


Marco llevó a la joven a casa, la acomodó y dio de cenar, tal y como había prometido. Durante unos días, Vanesa se fue curando con la ayuda del atento Marco. La mujer era hermosa y tenía algo enigmático y fascinante en su manera de ser que le atraía. Marco se preguntaba quién era. Tal vez, si se quedase más tiempo con él acabarían conociéndose mejor.


-Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras –le dijo Marco.


-Gracias, pero debo irme urgentemente –respondió Vanesa.


-Todavía no estás recuperada. Deberías esperar un poco más y quedarte.


-Ya no puedo retrasar más mi partida –respondió Vanesa con una mezcla de tristeza y preocupación.


-Al menos, quédate esta noche… -suplicó Marco. No entendía qué era aquello tan urgente que le impulsaba a Vanesa a marcharse. Ella no le había dado ninguna explicación. Permanecía hermética a pesar de sus preguntas.


La noche llegó de la mano de una gran tormenta. Los relámpagos iluminaban la noche y la lluvia resonaba en los cristales de la casa de Marco. Mientras el joven dormía, Vanesa huyó en silencio, pues sabía que no podría marcharse y despedirse de Marco, le apreciaba demasiado y él no la dejaría ir. Salió y se internó en la montaña.


Marco despertó sobresaltado, no sabía muy bien el porqué, pero algo le sacó del sueño bruscamente. Tenía una corazonada, fue a ver donde dormía Vanesa y no la encontró. Rápidamente, salió a buscarla en medio de la tormenta. Siguió su rastro fácilmente en el barro del camino y sus huellas le llevaron hasta una cueva al pie de la montaña. Seguramente, Vanesa se habría refugiado de la lluvia en aquel lugar.


Entró alumbrándose con su linterna y fue mirando por todos los rincones, buscándola. La imagen de aquella preciosa mujer de ojos verdes y mirada misteriosa, sufriendo atormentada en su silencio, volvía una y otra vez a su mente. Sin embargo, lo que encontró en el interior de la cueva no era lo que esperaba. Allí, a la luz de su linterna, había un gran huevo sobre la tierra. Su tamaño era superior a cualquier huevo de ave o reptil conocido. Lentamente, se acercó al huevo y cuando estaba a punto de tocarlo un rugido aterrador le paralizó; sin saber muy bien cómo, un fuerte golpe lo derribó al suelo.


Desde el suelo pudo ver frente a él a un dragón que le miraba amenazante con sus brillantes ojos verdes. Enseguida comprendió que aquel dragón estaba defendiendo su huevo y creía que él iba a dañarlo. Marco se puso de rodillas con las manos en alto intentando darle a entender a aquel monstruo que no tenía intención de hacer daño a su huevo.


El dragón seguía mirando fijamente a Marco sin atacarle y, paso a paso, fue girando hasta colocarse en medio entre el huevo y él. Quería protegerlo interponiéndose entre ambos. Marco se quedó petrificado al contemplar una gran cicatriz cosida en la pata trasera izquierda del dragón. ¡No podía creerlo! Ese dragón era Vanesa.


-¡Vanesa! Soy yo, Marco. ¿No me reconoces?


El dragón se calló y lo miró sin fiereza. Luego resopló con fuerza y una densa humareda brotó de su hocico. Cuando el humo se disipó, el dragón había desaparecido y en su lugar estaba Vanesa.


-¿Por esto tenías tanta prisa por irte? ¿Este era tu secreto? –preguntó Marco.

Vanesa afirmó con la cabeza.


-¿Qué vas a hacer con nosotros ahora? –preguntó mirando a los ojos de Marco.

Para Marco no importaba si Vanesa era un dragón. Él seguía fascinado por aquella mirada penetrante y cautivadora. Se acercó a ella y le tendió la mano, como el primer día.


-Ya te dije una vez que sólo quiero ayudarte –respondió Marco.


Hombre y dragón se sentaron juntos frente al huevo. Marco rodeó con sus brazos a Vanesa, quien apoyó su cabeza sobre su hombro. Algo le decía a Marco en su interior que ya no estaría solo en su aislada casa.


(Publicado en el libro titulado "Pinceladas")

©Alberto Granero Leonardo, 2016



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